jueves, diciembre 07, 2006

Furor religioso

“Santa Guillotina protectora de patriotas, ruega por nosotros

Santa Guillotina, espanto de los aristócratas, protégenos

Máquina amable, ten piedad de nosotros

Máquina admirable, ten piedad de nosotros

Santa Guillotina, líbranos de nuestros enemigos.”

Sí, se erigieron nuevos dioses, dioses políticos y terribles, que exigieron su cuota de sangre. La oración que cito al comienzo, naturalmente no me la he inventado, era recitada por las masas parisinas durante la época de la Convención. Paradójicamente, aquel a quien se considera autor del término Santa Guillotina, Hébert, caería víctima de la misma, justicia poética.

Uno de los aspectos más notables del proceso revolucionario acelerado por los jacobinos es su marcado carácter religioso. Tanto es así, que aquellos que hicieron gala de un ateísmo explícito fueron inmolados en los nuevos altares. Se dará forma a una nueva ley de Dios, severa y temible.

“Lo que produce el bien general es siempre terrible”, la frase es de Saint-Just y no se equivocaba. El bien general, el Pueblo, nuevas deidades que no admiten disidencia. El opositor se convierte en hereje, portador del veneno que aniquilará la armonía social tan arduamente conseguida. Su eliminación deviene en sacrificio, en auto de fe. Es esclarecedor comprobar como una simple máquina –de ejecución- se convierte en icono de la nueva religión, una máquina que requiere su liturgia y ceremonia: el recorrido hacía el patíbulo, la subida al "altar", las últimas palabras del condenado, la caída fulminante de la cuchilla y la cabeza del difunto mostrada al pueblo como punto final. Los nuevos sacerdotes requerían que fuera un acto “edificante”, democrático y funcionarial. El verdugo pierde todo protagonismo, es la máquina, la que adquiere las connotaciones religiosas y vengadoras del pueblo. Aparece así como un mecanismo inevitable, fruto de la voluntad incuestionable del pueblo y a salvo de cualquier arbitrio personal. La guillotina no fue un simple artefacto, fue una máquina política, y por ende, religiosa. Símbolo de la voluntad popular: “Santa Guillotina, líbranos de nuestros enemigos”.

Son las consecuencias de conjugar política y religión, aunque sea una religión “laica”. Se derribaron los antiguos dioses y se erigieron nuevos: El Ser Supremo, la religión del Estado. Fueron consecuencias inevitables de la filosofía de los protagonistas de la Revolución: se encuentran ya muy presentes en Rousseau. Es necesario desterrar el ateísmo y crear una nueva religión de Estado, colectiva y pública. Teocracia populista, la Voluntad General erigida en supremo dios. Todo el baño de sangre de la Revolución Francesa se explica si se comprende como religión y política se conjugaron.

Religión y política deben ser como el agua y el aceite. Debe de haber una clara y nítida separación entre ambas. La misma separación que media entre lo público y lo privado, porque la religión afecta a la esfera estrictamente privada del individuo. Debe por tanto quedar ahí y debe, de la misma forma, respetarse como algo inviolable. A todos estos nuevos émulos de Robespierre, que hoy en día claman por la “laicidad”, habría que recordarles las funestas consecuencias que la unión de religión y política conlleva. Separemos religión y política, establezcamos un Estado laico, de acuerdo, pero abandonemos esa pretensión, igualmente religiosa de supeditar todo a la voluntad popular y, sobre todo, dejemos aquello que pertenece a la esfera privada del individuo en las manos de éste. No, no nos engañemos, no ofrecen un Estado laico, ofrecen una nueva religión, colectiva, uniformadora y presta a cobrarse sus víctimas.

Valencia, siete de Diciembre. Bajón de las temperaturas, al menos a mí me lo parece. Como diría Hamlet: The air bites shrewdly.

P.D. Nueva teoría jurídica: procesemos al confidente. En realidad no es tan vieja: matar al mensajero.

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